La adaptación rabiosamente pop del clásico de Fitzgerald a cargo de Baz Luhrmann deslumbra entre el ruido de la crisis


Publicado el jueves 16 mayo 2013


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Gatsby somos todos. Es más, cualquier personaje de la literatura universal es, por definición, cada uno de sus lectores. Pero, ahora, en tiempos de crisis, Gatsby le magnifique, como se dice por aquí, se antoja la mejor y única metáfora posible del vacío que se abre a nuestros pies. Y de esta forma, ayer mismo, cuando Francia se estrenaba de forma oficial en la recesión, la casualdiad quiso que el mito trágico creado por F. Scott Fitzgerald pisara la alfombra roja con toda la opulencia, disparate y boato de los que sólo él podría ser capaz.

Literalmente, no se cabía. Una estrella más, un diamante más, un tul más y el Big Bang habría pasado a ser la segunda explosión (a la espera de lo que ocurra en el próximo Consejo de Ministros) del universo. Ni más ni me-nos. Así recibía Cannes la vuelta del hijo pródigo. Fue aquí, donde Fitzgerald y su inseparable Zelda quemaron sus últimas naves; y fue un poco más allá, en Juan-les-Pins, ahora reconvertido en hotel de lujo, donde la pareja de marras (siempre acompañados por un mínimo de 17 maletas y la Enciclopedia Británica al completo) descubrieron la suavidad de la noche y el placer de ser mitos, mitos al sol de la Costa Azul.

Por ello, se celebraba el exceso como la única razón de este extraño lugar excesivo. Cannes se rendía homenaje a sí mismo en su edición número 66 y para ello se regaló en su jornada inaugural la enésima versión de uno de los más intensos relatos sobre la insatisfacción y el amor. En esta ocasión, Baz Luhrmann es el director. A su lado, Leonardo DiCaprio, Tobey Maguire y hasta Jay Z, que es el responsable de la banda sonora. Y un poco más allá, Beyoncé directamente descolgada de los anuncios que adornan las calles del planeta y que bien podría ser la campaña publicitaria más fea jamás sufrida.

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Y un poco más allá, Steven Spiel-berg, Nicole Kidman, Christoph Waltz, Ang Lee… Es decir, algunos de los miembros de un jurado sencillamente excesivo. Todo, en definitiva, tan brutal, magnético y desorbitado como la propia historia, el propio Gatsby y, ya puestos, la película presentada. Luhrmann, de hecho, compone un retrato exagerado de la simple exageración hasta traducir la historia mínima que componía la novela a sus propias preocupaciones, su inconfundible estilo, su firma. La mejor manera de evitar que te pise un gigante (y Fitzgerald lo es) es no cruzarse en su camino. Y así, la cinta está más cerca de la enfermedad por el exceso de su protagonista, Jay Gats-by, que de ninguna otra de las preocupaciones y abismos del texto origitud; que cualquier pasión es vana; que la vida, así en general, no es más que el cuento de un idiota lleno de rudio y furia. No hay más.

Mientras, en un paralelismo casi perfecto (triste, pero perfecto) delante de las cámaras de los fotógrafos apostados en la alfombra roja se desplegaba ayer la versión idéntica (triste, pero idéntica) de la propia película. Allí, por su blancura, altura y porte augusto liberado de la esclavitud del bótox, destacaba Kidman con un vestido floral e ingrávido (palabra de honor lo llaman) a la altura de los milagros. Justo antes, desfilaban, pese a la lluvia y los tonos grises del cielo, coches de época, ritmos de go-ma y vestidos charlestón. DiCaprio, fiel su personaje engominado y emperillado, repetía la imagen del mismísimo Jay. Carey Mulligan, más es-cote aún, o Isla Fisher con el pelo incendiado en rojo cerraban el reparto de la cinta y abrían el desfile de lo siguiente. Juliane Moore, Freida Pinto, Inés de la Fressange, Cara Delevingne… La ficción y la realidad juntos, confundidos, en la más entusiasta de, quizá, las estupideces.

Y presidiéndolo todo, El gran Gatsby como metáfora y herida de todo lo que se presenta a la vista. No se puede negar el acierto de Luhrmann a la hora de retratar que se ve por la ventana. De esta forma, el director alcanza a entender que la mejor manera de copiar algo es olvidarse completamente de ello.
El director, al contrario de lo que hicieran Jack Clayton y Francis Ford Coppola en la versión protagonizada por Robert Redford en 1974, se obliga a no caer en la tentación de copiar la prosa herida, simbólica, diáfana y luminosa de Fitzgerald para centrarse en el gesto inabarcable de su protagonista, para llegar así al corazón del asunto. Y éste no es otro que aquel tiempo al borde del precipicio igual tal vez a este otro tiempo ya en recesión de forma oficial. Y eso vale tanto para Francia como el mundo entero. «La crisis siempre es la misma», repite Luhrmann. Y obviamente, la única manera posible de celebrar el dolor de la derrota en Cannes es homenajeando al derroche que le asiste y justifica.
Si se mira de cerca, la estrategia del director no es muy diferente de la seguida en su otro gran logro. Romeo + Juliet con también DiCaprio de protagonista pero con 12 años menos. Entonces, el texto igualmente sagrado de Shakespeare era borrrado, que no sacrificado, en un sin-cero y estridente esfuerzo por capturar, de la misma manera, el corazón de bardo, se trata de tocar el alma de la letra olvidándose de ella. Contradictorio, quizá, pero incuestionablemente brillante.

Al final, queda Cannes como el mejor escenario de la la vida de Fitzgerald y Zelda. Los dos nacieron con el siglo, en 1900, y de su mano vivieron su momento de gloria como preámbulo necesario de la mayor de sus crisis en 1929. «Nada conduce tanto al fracaso como el éxito», diría en cierta ocasión Scott. No muy diferente parece el tiempo que ahora pisamos y, por ello, se antoja hasta necesario la imagen y la propia vida de alguien que fue capaz de dar sentido trágico, coherencia dramática, al caos. El suyo fue un cataclismo que se parece demasiado al nuestro. Y de este modo, la película y el brillo de la alfombra dejan claro que Gatsby, hundido en el vacío de su propia vida (tan trágico como suena), somos todos. Nicole Kidman y DiCaprio, no. Ellos son ellos y no hay forma siquiera de acercarse. Pero eso es otro asunto.

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